Para un simple melómano de a pie, hay orquestas y salas cuyos nombres son como grandes criaturas mitológicas que uno conoce desde niño pero nunca llegó a catar personalmente. Pero, felizmente, la vida de un servidor, vulgar hasta la náusea, tiene momentos (años, e incluso decenios) de belleza y felicidad plenas. No quiero entrar en intimidades, ni molestar al lector de este humilde blog con asuntos personales, pero sí hacerle partícipe del gozo que me ha supuesto llegar a los veinticinco años de matrimonio con mi santa y sufrida esposa. Evento que justifica sobradamente hacer un dispendio extraordinario y disfrutar de un viaje a Viena para celebrar debidamente las bodas de plata. Y, juntando lo que decía antes, es muy difícil para un melómano ir a Viena y no disfrutar de una de las mejores orquestas del mundo, la Orquesta Sinfónica de Viena, en una sala mítica, la Musikverein, donde se interpreta el archiconocido (y un poquito hortera, la verdad sea dicha) Concierto de año nuevo. Y así, haciendo ese derroche inusitado, un servidor y su santa esposa disfrutaron el pasado día cuatro de un concierto de la Orquesta Sinfónica de Viena en su sala, la Musikverein.
¿Y qué me pareció? ¡Hombre, se lo puede figurar! Intimidado por la sala, su historia, haberla visto en televisión decenas de veces, con el sacrosanto nombre de la "Orquesta Sinfónica de Viena", he entrado en la sala como un niño, acobardado pero dispuesto a disfrutar. Y disfruté, mucho. Pero (quizá el espíritu crítico me lo exija, no sé) con matices. Había escuchado de siempre la extraordinaria acústica del Musikverein, lo cual sorprende habida cuenta de que no es sino un paralelepípedo carente de la más mínima orientación; está todo forrado en madera, tallas de madera, pero madera policromada, en la que abundan los dorados, por cierto (y en muchos otros sitios, parece que el color dorado, chillón como es, es muy del gusto de los austriacos). En fin, la acústica sí parece buena (nuestras localidades estaban muy bien situadas en mitad del patio de butacas), pero no puedo obviar el reducido tamaño de la sala. Dicho de otro modo, el Musikverein es una sala muy pequeña, más pequeña que la mayoría de las salas de cámara, no ya sinfónicas de construcción en los últimos treinta años; como consecuencia, la intensidad sonora es apabullante, pero eso sería normal en cualquier sala de esas dimensiones tan angostas. Por otro lado, algo que me sorprendió, no precisamente en sentido positivo, es que en dicha sala no se atenúa en absoluto la iluminación, siendo ésta la misma que cuando el público está entrando y acomodándose. Entiendo que la sala tiene mucho prestigio y es en sí misma un valor, pero, acostumbrado a la atenuación luminosa, es de reconocer que el espectador puede concentrarse mejor en la audición, olvidándose de la profusa decoración de la sala. Por último, algo que me "rompió los esquemas" por completo fue constatar que en el Musikverein hay localidades de a pie. Sí, tal vez no me crean los que vayan habitualmente a un auditorio moderno, pero así es. En la parte final de ese paralelepípedo, al otro extremo de la orquesta, hay una especie de barandilla, en la que se apiñan un grupo de desafortunados espectadores que tienen que aguantar las dos horas de representación de pie, empujándose los unos a los otros para tener la fortuna de descansar sus molidos cuerpos sobre esa barandilla. El concierto del pasado día cuatro, esos espectadores (muchos turistas extranjeros, pero también algún austriaco) pagaron nada menos que treinta euros por esa localidad (no localidad, puesto que no había butaca). Quien esto escribe pagó ciento doce euros por esa butaca en mitad del patio de butacas, el segundo precio más caro. En fin, habrá quién se escude en la tradición, pero a mí me parece que en 2025 tener espectadores de pie en un concierto de música clásica de casi dos horas de duración entra en lo que las Naciones Unidas consideran tortura. Entiendo que la defensa a ultranza de las costumbres y tradiciones son bandera de muchos, pero creo que hay que adaptar las tradiciones a los nuevos tiempos para eliminar lo más pernicioso de ellas. Por cierto, las butacas del Musikverein también podrían ser consideradas utensilios de tortura, pues, amén de su reducido tamaño, tienen un pequeño acolchado para las nobles posaderas del distinguido público, pero el respaldo es totalmente de madera. A las dos horas de concierto, las espaldas de gran parte del respetable también son de madera, así de incómodas son.
En fin, criticar acerbamente sale gratis, no quiero caer en ese vicio tan deleznable de rechazar todo de plano, pero sí quiero mantener un espíritu crítico que me permita juzgar, razonando, lo que me parece bien y lo que no. Creo que si se suprimieran las entradas de a pie, se sustituyeran las arcaicas butacas de madera y se atenuara la iluminación, el concierto sería mucho más agradable y cómodo.
Todo lo anterior es lo que me pareció impropio de una sala ejemplo mundial de auditorio. Lo más meritorio (lo digo lo último para dejar buen sabor de boca en el lector) es la calidad interpretativa de la Orquesta Sinfónica de Viena. El programa, como se puede ver, fue bastante conocido por el gran público, con la Sexta sinfonía (la Patética) de Chaikovski, obra extraordinaria, tocada miles de veces cada año por las distintas orquestas en todo el mundo (un servidor la ha escuchado ya un par de veces a la OSCyL y una a la Orquesta Nacional de España); he de reconocer que de la ejecución del pasado día cuatro a la versión grabada por el sello Deutsche Grammophon interpretada por la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Von Karajan que escucho habitualmente no hay diferencias reseñables, aportando la sutileza y delicadeza necesaria cuando los movimientos así lo requieren, y la rotundidad y vigor imprescindibles en los movimientos más intensos.
Con respecto a lo de sala muy pequeña para una orquesta sinfónica, igual no es un defecto sino un acierto. Nos hemos acostumbrado a escuchar esas orquestas sinfónicas en salas enormes, y (no es el caso de la Patética de Chaikovski, desde luego) en algunas ocasiones el sonido llega demasiado atenuado al oyente, que pierde matices en los movimientos más delicados. Estoy pensando ahora en obras de uno de mis compositores favoritos, Ralph Vaughan Williams, con movimientos de una delicadeza extraordinaria que debido a la inmensidad de las salas sinfónicas modernas quedan un tanto desleídos; si se interpretaran en salas de cámara todo podría escucharse y sentirse más nítidamente.
Para terminar diré que ha sido un honor disfrutar de la Orquesta Sinfónica de Viena en el Musikverein, esto lo entenderán más fácilmente los verdaderos melómanos; es como un pequeño hito fundamental en la vida de un amante de la música, especialmente en vivo y en directo, en los tiempos de "música enlatada" que nos ha tocado vivir.

















