Y vuelvo a uno de los mejores "escritores victorianos", injustamente postergado tras otros como Dickens, Henry James, Thomas Hardy o Thackeray. Porque Anthony Trollope tiene una prosa precisa, limpia, profusa pero sin ostentación, nunca redundante, siempre nítida; sus personajes tienen una redondez pocas veces alcanzada (especialmente los malvados, sobre todo, ellas), con una evolución muy marcada en sus pensamientos y sentimientos; el paisaje y el paisanaje inglés del siglo XIX es retratado con una maestría de pintor hiperrealista, tanto es así, que podría ser estudiado para conocer la sociedad de esa época... En definitiva, Trollope es un genio sin parangón, sus novelas debieran ser leídas por todo aquel que no quiera ser un zafio cafre de los que son legión en nuestros días. Para poner algún pero, diré que, al menos en una lectura superficial, Trollope podría parecer eso que yo mismo he llamado como "literatura de té y pastas", es decir, lectura para señoronas ociosas que no le piden a la vida más que la tarde pase sin dolor de juanetes, pues, aparentemente, los temas tratados son relaciones particulares sin gran importancia en nuestros días; pero si se lee más minuciosamente, se encontrará una crítica social acerba como es más fácil reconocer en Dickens, por ejemplo. En ese sentido, Trollope es más sutil, sus personajes, aun cuando unos son "buenos" y otros "malos", no tienen los brutales defectos (incluso físicos) que tienen los de Dickens, es una lectura más, digamos, para adultos cultivados que saben leer entre líneas.
Lady Anna es una novela independiente, en el sentido de que no se engloba en las series que el autor creó en localizaciones concretas, como son las novelas de Palliser o las crónicas de Barsetshire. Se puede leer, pues, independientemente de cualquier orden de obras del inglés.
El argumento de Lady Anna (de nuevo, menos importantes que los temas tratados o la calidad prosística) se ambienta en la Inglaterra de 1830, cuarenta años antes de que la escribiera el autor. Una joven de buena cuna, pero sin título nobiliario, casa con un conde vividor y mujeriego sin saber que éste ya estaba casado con una mujer italiana. Así, la inglesa no será sino su amante, y su hija, una bastarda. El conde muere, dejando todo manga por hombro, y la esposa ultrajada pone todo la maquinaria en marcha para que ella y su hija sean reconocidas legalmente como dignas herederas del título y de las riquezas correspondientes. En ese periodo de largos años de combates en los tribunales, la aspirante a condesa y su hija serán auxiliadas económicamente por un sastre y su hijo, Daniel, quienes se empobrecerán para sostener a las señoras. La hija, Anna, y el joven sastre, Daniel, establecerán una gran amistad que los llevará a prometerse en secreto como marido y mujer. Para complicar algo más la situación, aparecerá un sobrino del finado conde, de la familia Lovel, que tiene derecho a la jugosa herencia de su tío, pero como, por presión popular y de los abogados, parece que las dos mujeres tienen más probabilidad de conseguir el dinero, se plantea la posibilidad de que el joven conde case con la hija del otro conde, tío del anterior, es decir, que se casen esos dos primos entre sí. Así conseguirá él el dinero, y ella el ansiado título nobiliario. ¿Todos de acuerdo y contentos? Pues no. No, porque la joven, que ya todos llaman Lady Anna, mantiene esa promesa de matrimonio que otorgó al joven Daniel, sastre, en su adolescencia. Y es ahí donde la crítica social de Trollope se hace más aguda, pues, viéndose cómo la joven acabará siendo condesa, la familia no acepta que se case con un simple artesano. Y en esa disputa discurre la mayor parte de la novela.
Por supuesto, la novela se enreda más, pues las maquinaciones de la madre de Lady Anna, la condesa, para que su hija case con el joven conde y no con el sastre se hacen más incisivas cuando, finalmente, los tribunales les dan la razón y las convierten en nobles con todos los derechos (incluso la felicitación de la casa real británica). Tanto se liará todo, que la condesa llegará a enloquecer hasta el punto de disparar y herir levemente al sastrecillo de marras. Pero que nadie se asuste, la novela acaba con la boda entre Lady Anna y Daniel, el sastre, con la aquiescencia y beneplácito de toda la familia, excepto, claro está, de la madre, quien nunca perdonará a su hija el desaire de casarse con alguien de clase baja.
Y es precisamente la madre de Lady Anna el mejor personaje de la novela. Es algo que ya he constatado en las muchas novelas que he leído del inglés: tiene una especial capacidad de pergeñar personajes malvados, especialmente mujeres, que, con gran personalidad y retorcimiento de carácter, complican la vida a sus consanguíneos. Suelen ser mujeres de mediana edad que luchan contra viento y marea contra todo tipo de convenciones y acuerdos sociales, manteniendo sus criterios por encima de modas y tiempos. Acaban, eso sí, por degenerar en solitarias locas que no guardan más que rencor en sus corazones, siendo, por tanto, seres repulsivos. Pero, como quiera que esto es lectura y los personajes están en negro sobre blanco, por muy bien creados que estén por su autor, no alcanzan sus maldades al inerme lector, que disfruta enormemente leyendo el avance de su maldad y resentimiento contra todo y contra todos.

