Leí a Blasco Ibáñez en mi primera juventud, tal vez con diecinueve o veinte años, quizá demasiado joven. Recuerdo bien Entre naranjos y Cañas y barro. No me gustaron mucho. Me pareció demasiado tétrico y sórdidas las vidas de aquellos valencianos, ya fueran de clase alta, como en la primera novela citada, o de clase baja, como en la segunda. Ese costumbrismo realista con tintes tremendistas no encajaba bien a la edad tenía en aquel entonces. Sin embargo, sí recuerdo una calidad evidente en la descripción de personajes y paisajes, así como en la narración de vidas más o menos sencillas. Ahora he leído Los cuatro jinetes del Apocalipsis, novela que no tiene que nada que ver con su Valencia natal (está ambientada en Argentina, París y la ficticia localidad de Villeblanche, a orillas del Marne), pero sí contiene un cierto tremendismo. Es, claramente, una novela antibelicista, toda vez que muestra el salvajismo, la barbarie y la sinrazón de la guerra en toda su crudeza. Tal vez no haya una condena explícita de la guerra, pero el hecho de no escatimar la más mínima descripción de los asesinatos, desmembramientos, agonías y brutalidades que se producen en la batalla lleva a cualquier alma sensata y sensible (aquí está quizá el problema, que éstas son minoría en la humanidad) a aborrecer el belicismo.
El argumento que pergeña Blasco Ibáñez para denunciar el militarismo y la guerra es muy sencillo pero eficaz: la lucha fratricida que es todo conflicto armado particularizado en una misma familia, los Desnoyers-Hartrott. A partir de un emigrante español, Madariaga, se inicia la infeliz familia. Éste tendrá dos hijas que casarán con sendos emigrantes, uno francés, Desnoyers, y otro alemán, Hartrott. Los hijos de éstos, nietos, por tanto, del español, se acabarán enfrentando y matando en las trincheras franco-prusianas en la Primera Guerra Mundial. Pero el autor se fija principalmente en la rama francesa de la familia, encabezada por Marcelo Desnoyers, el emigrante francés que casará en Argentina con una de las hijas de Madariaga. Marcelo volverá a su país en los inicios de la contienda y será protagonista destacado cuando, viviendo en su castillo de Villeblanche, a orillas del río Marne, se convierta en rehén de las tropas prusianas. El hijo de Marcelo, Julio, argentino de nacimiento, también volverá al país de origen paterno, pero con finalidad muy distinta, para vivir la vida bohemia y juerguista de París, hasta que, ya bien mediada la guerra, se alistará y acabará muriendo en una cenagosa trinchera.
La narración es lenta, prolija a veces por la cantidad de detalles personales que se aportan, algunos de los cuales no son imprescindibles para narrar la trama. Se puede percibir altibajos en la calidad de la novela. Ésta está dividida en tres partes, con cinco capítulos cada una de ellas; los capítulos finales de cada parte son, sin duda, los mejores, en ellos se resume lo ocurrido en los anteriores y se utiliza a un personaje para dar lo que probablemente sea la opinión del autor. Uno de esos personajes secundarios de gran aprovechamiento es el ruso Tchernoff, vecino de Julio Desnoyers en París, que, con la mente fría, hace el análisis más certero de la impiedad humana, así como del origen de la violencia en los distintos países en contienda, especialmente de Prusia. El último capítulo de la novela es casi un epítome de la misma, pues, ante la tumba de su hijo Julio y la de cientos de jóvenes franceses, Marcelo Desnoyers repudia la bestialidad de la guerra que ha destruido la familia.
Es una gran novela, furibundamente antibelicista a través de la descripción cruda de la barbarie, tanto que para una sensibilidad refinada como la del que esto escribe supone un golpe duro, brutal. Buscaré horizontes más amables en un futuro próximo.



