domingo, 27 de abril de 2025

"El doctor Thorne", de Anthony Trollope.

  Tercera entrega de las novelas de Barchester, tras El custodio y Las torres de Barchester. Sigue la minuciosa descripción de los habitantes de ese ficticio condado (Barsetshire, Barchester en la traducción española, que, según los estudiosos, se trataría de Winchester -Hampshire, sur de Inglaterra- con otro nombre). Al igual que en las dos anteriores, la mayoría de los personajes están ligados de una u otra forma a la Iglesia anglicana, vamos, que son clérigos, desde simples sacerdotes hasta obispos, aunque en ésta no son los personajes principales. Parece ser que de las seis novelas incluidas en ese ciclo llamado "Crónicas de Barsetshire", El doctor Thorne fue la más exitosa. A mí, por el contrario, me gustaron más las dos primeras, especialmente la segunda, Las torres de Barchester, que considero una verdadera obra de arte de la literatura universal. En la tercera entrega siento que hay menos enjundia, menos argumentos secundarios, menos embrollo, menos tramas. Sin embargo, los personajes están tratados con esa maestría que pocos autores saben utilizar (para ser sincero, muchos de ellos en la conocida como "literatura victoriana"), así como las circunstancias que los atribulan o sus evoluciones en el tiempo están pergeñados con una genialidad que no debe tomarse a la ligera, sobre todo en estos tiempos, en los que nos hemos acostumbrado tanto a la "literatura-basura". En fin, que leer El doctor Thorne ha sido un placer y un ejercicio de resistencia frente a la mediocridad intelectual que el poder político-social y sus adláteres mediáticos tratan de imponer al grueso de la población.
 El argumento principal, obviamente, se centra en un médico de Barchester, el doctor Thorne y su sobrina y ahijada, Mary. Como es frecuente en el Realismo literario, no se esconde en ningún momento la preferencia del autor hacia esos personajes, se los califica de "héroes" y se los trata con todo tipo de halagos y alabanzas, y se critica acerbamente las actitudes de otros personajes que, por envidia u odio, los atacan. En esencia, el embrollo consiste en que Mary Thorne está enamorada (y es correspondida, desde luego) por el hijo de un noble, por Frank Gresham, pero tal amor es imposible según las normas sociales del momento (la década de los años 50 del siglo XIX) porque Mary no tiene título nobiliario alguno, con lo que no puede pretender casarse con alguien de alta alcurnia, y Frank, aun siendo noble, está arruinado y debe casarse sí o sí con una dama de gran riqueza. Al igual que ocurría en otras novelas del mismo ciclo, Trollope delinea excepcionalmente bien los personajes femeninos malvados. En esta novela es Lady Arabella, madre de Frank Gresham, que recuerda a su vástago una y otra vez que debe "casarse por dinero" para poder pagar todas las deudas que su padre acumuló. Tanto es así, que la matriarca de los Gresham no duda en lanzar a su hijo a los brazos de una tal señorita Dunstable, mujer de mediana edad pero de notable riqueza. Claro está que ni la rica dama ni el joven noble están interesados el uno en el otro. La trama se complica con una familia noble de origen plebeyo, los Scatcherd, cuyos varones tienen un especial apego a la botella, lo que los matará irremediablemente. El viejo Scatcherd, en todo caso, tiene suficiente cabeza como para desear que su hijo case con Mary (verdadero dechado de virtudes) para que lo aleje de la bebida; lo desea tanto que incluirá a la sobrina de Thorne como heredera universal de su fortuna si se casa con su hijo Louis. Louis y Mary nunca se casarán, pero el testamento nunca se cambiará (hecho fundamental que lo cambia todo), porque así, al morir Louis, Mary Thorne se convierte en la heredera universal de los Scatcherd, siendo dueña de una enorme fortuna entre casas, tierras y acciones empresariales. De este modo, Frank y Mary se podrán casar, él aporta el título nobiliario y ella el dinero. ¿Y Lady Arabella, qué tiene que decir ella a todo esto? Pues ella tan feliz, porque, al fin y al cabo, la noble señora sólo busca lo mejor para su hijo, le importa muy poco la moralidad de sus actos, se mueve por simple interés económico.
 En fin, lo cierto es que, a medida que se va leyendo la novela, se puede prever el final, no hay muchos giros argumentales, es francamente previsible, pero la calidad prosística de Anthony Trollope es tan descomunal que uno disfruta la lectura aunque el final sea predecible.
 Los temas tratados en la novela son la anticuada moralidad de mediados del XIX, moralidad que se basa en hipocresías y apariencias; la fuerza imparable del amor, que todo lo puede; o la honradez y honestidad que vence al retorcimiento y a la falsedad. Bien mirado, habrá quien tilde a la novela de ñoña además de previsible, y quizá no le falte razón. A la vista del siglo XXI, El doctor Thorne es un tanto simplona, pero, ya digo, en lo que respecta a calidad narrativa, no se alcanza en nuestros tiempos nada semejante.

Concierto de la Orquesta y Coro Nacionales de España, dirigidos por Juanjo Mena. Obras de Vaughan Williams, Haydn y Mozart.

  Ayer, en el Auditorio Nacional de Príncipe de Vergara, pude escuchar Serenata a la música de Ralph Vaughan William, una excelente obra del compositor británico, no mi favorita (que es, creo haberlo escrito aquí antes, The Lark Ascending), en una versión coral y sinfónica que no me entusiasmó sobremanera; el Concierto y orquesta para violonchelo y orquesta Nº 2 de Joseph Haydn; y la Sinfonía Nº 40  de Mozart. Juanjo Mena fue el director orquestal, quien, parece ser, colabora habitualmente con la ONE, y el solista fue el violonchelista británico Steven Isserlis, a quien ya había tenido el gusto de escuchar con la OSCyL.
 Esta vez tenía una butaca de primer anfiteatro, eso sí, en la última fila. El asiento era mucho más cómodo que el que sufrí hace meses en el segundo anfiteatro, la visión de la orquesta y el coro también era mejor, aunque no tengo tan claro que la acústica no se viera perjudicada por el propio techo que no era sino el forjado que sirve de sustento al segundo anfiteatro. Es decir, al estar en la última fila del primer anfiteatro, mi butaca estaba un tanto encajonada y quizá la reverberación del sonido no era tan buena como en las filas delanteras del primer anfiteatro, que se benefician de los grandes deflectores de sonido de madera anclados en el techo de la sala y que permiten una acústica de gran calidad. En fin, ¡quién sabe! Tengo que reconocer que me ocurre a menudo con obras que escucho frecuentemente en casa, pero, claro, en casa lo escucho en un aparato de alta fidelidad, con auriculares de sonido envolvente, algo que mejora notablemente la audición (tal vez tanto como si uno estuviera en la situación del director de orquesta). Bien, por otra parte, la versión de Serenata a la música de Vaughan Williams interpretada ayer concurría con la participación del coro, versión, por supuesto, creada por el propio autor, pero yo había escuchado la versión estrictamente sinfónica, que prefiero por aquello de tener una cierta animadversión a los coros.
 Después le tocó el turno al Concierto para violonchelo y orquesta Nº 2 de Franz Joseph Haydn, una obra típica del repertorio de cualquier orquesta que se precie. El solista, ya dije, fue el británico Steven Isserlis, que, rizada melena al compás, ejercía una hipnótica seducción en el público. Habiendo escuchado durante unas semanas antes la misma obra en ejecución de otra orquesta, me pareció que el solista reinterpretaba de una forma un tanto personal la partitura, llegando incluso a permitirse unas digresiones melódicas que no fueron de mi agrado
 Después del descanso, la Sinfonía Nº 40 de Mozart, otra obra clave en cualquier repertorio sinfónico, obra genial que todo el mundo, incluso los no melómanos, han escuchado alguna vez y sabrían tararear los primeros acordes del primer movimiento. De nuevo, en contraste con lo escuchado en otras interpretaciones, me pareció que la Orquesta Nacional de España se apresuraba demasiado en el tempo de los distintos movimientos, especialmente en el tercero, Menuetto, que, claro está, es un baile, un scherzo, un minueto, que quizá, en mi modesta opinión, se tocó demasiado rápido. En todo caso, mientras escuchaba esta obra, no podía dejar de pensar en que, según todos los musicólogos, Mozart es paradigma del clasicismo musical, con su simetría, elegancia, su melodía nunca demasiado notable, pero que, en la Sinfonía Nº 40, Mozart ya esboza lo que vendrá mucho después, el Romanticismo musical, con sus melodías apabullantes que muestran una emotividad inexistente anteriormente. Dicho de otra forma, en el concierto de ayer, entre Haydn y Mozart había tan enorme diferencia, que cualquiera habría afirmado sin dudar que el primero era exponente del Clasicismo y el segundo del Romanticismo. Por otro lado, los musicólogos recuerdan que en la corta y azarosa vida de Mozart las angustias por las estrecheces económicas lo llevaron a escribir composiciones más desesperadas y acongojadas de las que, sin duda, escribió Haydn, quien disfrutó de gran respaldo económico de varios mecenas, tanto en Londres como en Viena.