jueves, 9 de octubre de 2025

"Noche italiana", drama de Ödön von Horváth.

  La desgraciadamente prematura muerte del húngaro von Horváth (a los treinta y seis años, tras la caída de una gran rama de un árbol en los Campos Elíseos de París en un día de tormenta) nos privó de un gran escritor, ya que sólo dejó tres novelas publicadas y un buen puñado de obras teatrales. Es trágicamente curiosa la pertinacia con la que la vida se empeña en dejarnos claro que no somos sino criaturas irrelevantes y que en cualquier momento todo se acaba. Tantos zotes que llegan a los noventa sin dejar nada de provecho y otros tipos talentosos que se van en las primeras décadas de vida. Así no es de extrañar que haya gente que crea en el destino y en zarandajas del mismo cariz. 
 He leído dos novelas de este autor, Juventud sin Dios y Un hijo de nuestro tiempo, y tras leerlas pensé que su estilo prosístico era así de apresurado y carente de frases subordinadas y adjetivación para dar una apariencia rápida en temas tan crudos como los que toca. Sin embargo ahora pienso que, en realidad, von Horváth destacaba más en el teatro, que su forma de escribir, con las mínimas acotaciones posibles se ajusta mejor a su forma de ser. Cabría incluso decir que esas dos novelas citadas no son sino adaptaciones a la narrativa de dramas previamente ideados.
 El argumento general de Noche italiana, al igual que sus temas, se centra en el terrible periodo que vivió como adulto el autor, los años veinte y treinta del pasado siglo, con sus altibajos políticos, sociales y económicos que culminaron en la Segunda Guerra Mundial. Von Horváth abominaba claramente de cualquier extremismo, especialmente del nacionalsocialismo que acabaría por ensangrentar el continente en los años cuarenta, pero también del comunismo que igualmente destrozó el mundo el pasado siglo. En este drama hay víctimas y verdugos, siendo los primeros los ciudadanos moderados, que se presume mayoría, y los segundos los nazis y los comunistas.
 Argumento general de Noche italiana: en una ciudad del sur de Alemania, un grupo de ciudadanos, defensores de la República de Weimar, quieren celebrar una "noche italiana", que al parecer tiene un carácter cultural (canciones infantiles y otros actos un tanto cursis), mientras que los fascistas (así son llamados en la obra) quieren celebrar una "noche alemana" (desfiles y maniobras militares). Von Horváth retrata a los fascistas como bobos incapaces de pensar y de hacer cualquier cosa que no sea cumplir órdenes, de hecho, el discurso que ha de pronunciar uno de sus gerifaltes  lo escribe en su cuaderno de deberes un estudiante de secundaria. El personaje que quiere llevar a cabo la noche italiana es un concejal, que ha de enfrentarse no sólo a los fascistas, sino también a los comunistas, que buscan en todo momento la más mínima razón para enfrentarse físicamente a sus enemigos. Así, la sociedad es descrita como una gran masa de gente moderada y pacífica que tiene que hacer encaje de bolillos para que los extremistas de uno y otro lado no acaben por empezar la guerra mundial (¡qué gran premonición, teniendo en cuenta que von Horváth escribe este drama en 1931!). Los fascistas acaban por culpar al concejal de haber dañado un monumento ale emperador (otra premonición, pues los nazis utilizaron este ardid para eliminar enemigos). Lo humillan y tratan de que firme una declaración ridícula en que se denuesta a sí mismo. Finalmente, los moderados se impondrán y mantendrán la paz en un equilibrio inestable.
 Leído en 2025, este drama tiene sus virtudes y defectos. Como antes decía, tiene un cierto carácter premonitorio cuando prevé que los extremos políticos, siempre minoritarios, podrían acabar llevando al continente, poblado mayoritariamente por pacíficos ciudadanos, a la guerra total; pero se equivoca de lado a lado cuando cree que la simple acción de los moderados frenará la violencia extremista. Pero esto, claro, es fácil decirlo en 2025, como decía, von Horváth escribe esto en 1931, cuando todavía se creía posible un entendimiento entre las distintas facciones sociales. Es, pues, muy tibio en su final, pero habría que verlo si el mismo autor lo hubiera reescrito poco antes de su muerte, ya a finales de la década de los treinta.
 Desde un punto de vista formal, la obra teatral no es gran cosa. En realidad es un pequeño drama con poca fuerza y que, en mi opinión, no está bien rematado. Cualquiera que lo viera representado, pienso yo, ya fuera en los años treinta o en la actualidad, acabaría saliendo del teatro un tanto frustrado. 

Inciso musical: concierto, en el Musikverein, de la Orquesta Sinfónica de Viena dirigida por Kazuki Yamada. Obras de Rachmaninov, Boulanger y Chaikovski.

  Para un simple melómano de a pie, hay orquestas y salas cuyos nombres son como grandes criaturas mitológicas que uno conoce desde niño pero nunca llegó a catar personalmente. Pero, felizmente, la vida de un servidor, vulgar hasta la náusea, tiene momentos (años, e incluso decenios) de belleza y felicidad plenas. No quiero entrar en intimidades, ni molestar al lector de este humilde blog con asuntos personales, pero sí hacerle partícipe del gozo que me ha supuesto llegar a los veinticinco años de matrimonio con mi santa y sufrida esposa. Evento que justifica sobradamente hacer un dispendio extraordinario y disfrutar de un viaje a Viena para celebrar debidamente las bodas de plata. Y, juntando lo que decía antes, es muy difícil para un melómano ir a Viena y no disfrutar de una de las mejores orquestas del mundo, la Orquesta Sinfónica de Viena, en una sala mítica, la Musikverein, donde se interpreta el archiconocido (y un poquito hortera, la verdad sea dicha) Concierto de año nuevo. Y así, haciendo ese derroche inusitado, un servidor y su santa esposa disfrutaron el pasado día cuatro de un concierto de la Orquesta Sinfónica de Viena en su sala, la Musikverein.
 ¿Y qué me pareció? ¡Hombre, se lo puede figurar! Intimidado por la sala, su historia, haberla visto en televisión decenas de veces, con el sacrosanto nombre de la "Orquesta Sinfónica de Viena", he entrado en la sala como un niño, acobardado pero dispuesto a disfrutar. Y disfruté, mucho. Pero (quizá el espíritu crítico me lo exija, no sé) con matices. Había escuchado de siempre la extraordinaria acústica del Musikverein, lo cual sorprende habida cuenta de que no es sino un paralelepípedo carente de la más mínima orientación; está todo forrado en madera, tallas de madera, pero madera policromada, en la que abundan los dorados, por cierto (y en muchos otros sitios, parece que el color dorado, chillón como es, es muy del gusto de los austriacos). En fin, la acústica sí parece buena (nuestras localidades estaban muy bien situadas en mitad del patio de  butacas), pero no puedo obviar el reducido tamaño de la sala. Dicho de otro modo, el Musikverein  es una sala muy pequeña, más pequeña que la mayoría de las salas de cámara, no ya sinfónicas de construcción en los últimos treinta años; como consecuencia, la intensidad sonora es apabullante, pero eso sería normal en cualquier sala de esas dimensiones tan angostas. Por otro lado, algo que me sorprendió, no precisamente en sentido positivo, es que en dicha sala no se atenúa en absoluto la iluminación, siendo ésta la misma que cuando el público está entrando y acomodándose. Entiendo que la sala tiene mucho prestigio y es en sí misma un valor, pero, acostumbrado a la atenuación luminosa, es de reconocer que el espectador puede concentrarse mejor en la audición, olvidándose de la profusa decoración de la sala. Por último, algo que me "rompió los esquemas" por completo fue constatar que en el Musikverein hay localidades de a pie. Sí, tal vez no me crean los que vayan habitualmente a un auditorio moderno, pero así es. En la parte final de ese paralelepípedo, al otro extremo de la orquesta, hay una especie de barandilla, en la que se apiñan un grupo de desafortunados espectadores que tienen que aguantar las dos horas de representación de pie, empujándose los unos a los otros para tener la fortuna de descansar sus molidos cuerpos sobre esa barandilla. El concierto del pasado día cuatro, esos espectadores (muchos turistas extranjeros, pero también algún austriaco) pagaron nada menos que treinta euros por esa localidad (no localidad, puesto que no había butaca). Quien esto escribe pagó ciento doce euros por esa butaca en mitad del patio de butacas, el segundo precio más caro. En fin, habrá quién se escude en la tradición, pero a mí me parece que en 2025 tener espectadores de pie en un concierto de música clásica de casi dos horas de duración entra en lo que las Naciones Unidas consideran tortura. Entiendo que la defensa a ultranza de las costumbres y tradiciones son bandera de muchos, pero creo que hay que adaptar las tradiciones a los nuevos tiempos para eliminar lo más pernicioso de ellas. Por cierto, las butacas del Musikverein también podrían ser consideradas utensilios de tortura, pues, amén de su reducido tamaño, tienen un pequeño acolchado para las nobles posaderas del distinguido público, pero el respaldo es totalmente de madera. A las dos horas de concierto, las espaldas de gran parte del respetable también son de madera, así de incómodas son.
 En fin, criticar acerbamente sale gratis, no quiero caer en ese vicio tan deleznable de rechazar todo de plano, pero sí quiero mantener un espíritu crítico que me permita juzgar, razonando, lo que me parece bien y lo que no. Creo que si se suprimieran las entradas de a pie, se sustituyeran las arcaicas butacas de madera y se atenuara la iluminación, el concierto sería mucho más agradable y cómodo.
 Todo lo anterior es lo que me pareció impropio de una sala ejemplo mundial de auditorio. Lo más meritorio (lo digo lo último para dejar buen sabor de boca en el lector) es la calidad interpretativa de la Orquesta Sinfónica de Viena. El programa, como se puede ver, fue bastante conocido por el gran público, con la Sexta sinfonía (la Patética) de Chaikovski, obra extraordinaria, tocada miles de veces cada año por las distintas orquestas en todo el mundo (un servidor la ha escuchado ya un par de veces a la OSCyL y una a la Orquesta Nacional de España); he de reconocer que de la ejecución del pasado día cuatro a la versión grabada por el sello Deutsche Grammophon interpretada por la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Von Karajan que escucho habitualmente no hay diferencias reseñables, aportando la sutileza y delicadeza necesaria cuando los movimientos así lo requieren, y la rotundidad y vigor imprescindibles en los movimientos más intensos.
 Con respecto a lo de sala muy pequeña para una orquesta sinfónica, igual no es un defecto sino un acierto. Nos hemos acostumbrado a escuchar esas orquestas sinfónicas en salas enormes, y (no es el caso de la Patética de Chaikovski, desde luego) en algunas ocasiones el sonido llega demasiado atenuado al oyente, que pierde matices en los movimientos más delicados. Estoy pensando ahora en obras de uno de mis compositores favoritos, Ralph Vaughan Williams, con movimientos de una delicadeza extraordinaria que debido a la inmensidad de las salas sinfónicas modernas quedan un tanto desleídos; si se interpretaran en salas de cámara todo podría escucharse y sentirse más nítidamente.
 Para terminar diré que ha sido un honor disfrutar de la Orquesta Sinfónica de Viena en el Musikverein, esto lo entenderán más fácilmente los verdaderos melómanos; es como  un pequeño hito fundamental en la vida de un amante de la música, especialmente en vivo y en directo, en los tiempos de "música enlatada" que nos ha tocado vivir.