Organizada por Alvacal (Asociación de libreros de viejo y antiguo de Castilla y León), se concentran una veintena de casetas de librerías venidas de toda la región en la Acera de Recoletos de la capital del Pisuerga. Es una pequeña oportunidad para disfrutar de ese pequeño vicio de rebuscar entre libros viejos, buscando esa joya que uno recuerda y que perdió, o aquel libro que ansió tener siempre. La verdad es que el resultado es casi siempre infructuoso, pero uno lo goza igualmente.
sábado, 5 de abril de 2025
Trigésimo segunda Feria del libro antiguo y de ocasión.
domingo, 30 de marzo de 2025
"Advice On Writing", by Grant Snider (www.incidentalcomics.com).
"Spirou y Fantasio. Integral 1961-1967", por André Franquin.
Los que ya peinamos canas (algunos, pobres, ya ni eso) tenemos que agradecer a las editoriales, en este caso a la editorial Dib-buks, que se reediten los tebeos que leímos en nuestra infancia y adolescencia. Un servidor tiene la firme creencia de que en mi formación ha tenido mucha importancia personajes de tebeo como, por ejemplo, los inmortales Mortadelo y Filemón y otros personajes de Francisco Ibáñez; también los personajes del llamado "cómic franco-belga" me han marcado, sobre todo Tintín y estos que releo ahora, Spirou y Fantasio. A pesar de todo, los de Ibáñez tienen un mejor encaje para releer como adulto, pues son mucho más sarcásticos e irónicos que los "franco-belgas"; a veces me sorprendo de la ácida crítica social que se puede leer entre líneas en los Mortadelo y Filemón, especialmente dirigida al mundo de la política (la sustitución de la palabra "Ayuntamiento" por la expresión "Hay untamiento", por ejemplo, y otras muchas más). Eso no lo entiende un niño pequeño, el adulto, obviamente, sí. En todo caso, las historias y los personajes de los cómic franco-belga eran más ingenuos, más infantiles, pero no dejan de tener su atractivo, y para un cincuentón como yo, su nostalgia.
La editorial Dib-buks, que, por cierto, fue comprada hace años por otra editorial un tanto aventurera, Malpaso ediciones, y está un tanto regular, reeditó las aventuras de Spirou y Fantasio en tomos denominado integral, traduciendo las de la propia editorial belga Dupuis, que fue la original para la que trabajaron dibujantes y guionistas desde nada menos que 1938. La división por años tiene que ver, claro, con motivos de mercadotecnia, pero también de los distintos dibujantes y escritores que crearon las historietas. No olvidemos que a esos personajes los creó Rob-Vel (seudónimo de Robert Velter) y luego los continuaron Franquin, Janry o Yoann, entre otros. André Franquin fue de los más dotados, tanto porque fue dibujante y guionista simultáneamente de las historietas como porque sus dibujos y guiones fueron de los mejores, francamente. André Franquin se hizo cargo de Spirou y Fantasio desde 1946 hasta 1969, años en los que crecieron muchísimo tanto en calidad como en número de lectores y dejó, sin duda alguna, las mejores historietas de estos personajes. Sin embargo, el propio Franquin se sentía como un mero continuador de la creación de Rob-Vel, a la vez que también tenía su talento como creador; de hecho hacia la primera mitad de los años sesenta del pasado siglo creó a Gastón el Gafe (Gaston Lagaffe, en francés) al cual quería dar más desarrollo. Tanto es así que en torno a 1968, André Franquin abandona a Spirou para centrarse en Gastón, aunque, sea dicho de paso, las aventuras que creó para este último fueron siempre más flojas que las de Spirou.
El tomo que estoy reseñando incluye cuatro historietas del 61 al 67. La primera, QRN en Bretzelburg, sin duda la mejor de todas, sitúa a los protagonistas en un pequeño país centroeuropeo de aspecto germánico en el que se ha sustituido la monarquía por un gobierno dictatorial de los militares (el parecido con el Tercer Reich es innegable), y serán Spirou y Fantasio los encargados de devolver la paz y la democracia al pequeño territorio. Los Bravo Brothers es una historieta un tanto más floja que la anterior, que tiene como novedad la introducción de Gastón a la que antes hacía referencia. Los robinsones del raíl es, a mí me sorprendió mucho al verlo, no una historieta sino un serial escrito, que debió publicarse en varias veces, sustituyendo todos los dibujos por texto escrito, el cual, por cierto, tiene una calidad literaria aceptable, teniendo en cuenta que estaba destinado a niños y adolescentes. Por último, Un bebé en Champignac incluye otros personajes como Zorglub, villano reconvertido en héroe que será transfigurado en un bebé al cuidado del marqués de Champignac. En fin, cuatro aventuras (no las mejores, todo es cierto) de Spirou y Fantasio, un ejercicio de nostalgia para un tipo como yo.
sábado, 29 de marzo de 2025
"El barón Bagge", de Alexander Lernet-Holenia.
Se dice que no debe juzgarse un libro por su portada, pero en realidad no debería juzgarse un libro hasta leer el punto final. Porque si no se corre el riesgo de lo que ha estado a punto de pasarme a mí con esta novela breve de Lernet-Holenia. Advierto a algún posible lector de este humilde blog que en las próximas líneas desvelaré y destriparé la novela en cuestión, si alguien piensa leerla, ya sabe...
Me habían recomendado también a este autor que yo, en mi supina ignorancia, desconocía. Saqué este relato de la biblioteca con afán de ver si este tipo de aspecto desgarbado y aristocrático tenía algo que contar. De momento, tras haberlo leído, creo que seguiré indagando en su prosa, que sin ser brillante no es mala.
El barón Bagge es una novela sobre la guerra, concretamente la Primera Guerra Mundial, contienda en la que el propio Lernet-Holenia participó. En ella, contado en primera persona, el barón Bagge, a la sazón teniente del ejército austro-húngaro, se encuentra en un batallón que ha de enfrentarse a las fuerzas rusas en un territorio con nombres de resonancias magiares. En ese batallón, su comandante, el capitán Semler, parece un fanático en búsqueda desesperada de combate y medallas, mientras que el propio Bagge y otros dos oficiales optan por posturas más prudentes. Sea como fuere, no pueden desobedecer al capitán y se aprestan a buscar al enemigo. Al atravesar el río Ondava (afluente el Tisza, afluente a su vez del Danubio), en un desfiladero, caen lo que parecen ser unas piedras que alcanzan, aunque sin gran peligrosidad a la tropa y al propio barón (éste es un detalle importante, aunque no se entienda hasta el final de la novela). El batallón, no obstante sigue adelante y llega a una localidad de nombre húngaro, allí se acantonan, y, comienza el recuerdo del barón acerca de una familia que conoció en su infancia. Por ver si la encuentra, Bagge va en su busca, encontrándose, no sólo con esa familia, sino con la hija más joven de la misma, que se enamora de él. En apenas unos días, Bagge y la joven vivirán un tórrido romance y decidirán casarse antes de que el batallón tenga que reemprender la marcha. Así sucede todo, y el batallón comienza el rastreo del enemigo ruso. Los rusos aparecen. Se plantea la batalla. En medio de la refriega, el teniente es herido, recordando entre delirios cómo un par de soldados a su mando lo recogen del suelo y lo llevan a la retaguardia. Días después, Bagge despierta en un hospital, recuerda todo y todo se aclara. En realidad, cuando cruzaban el río Ondava, lo que creyeron que eran piedras que caían del desfiladero eran proyectiles de los rusos, que lo hirieron y, poco después, aniquilarían a todo el batallón, capitán y resto de oficiales incluidos. Bagge pudo ser puesto a salvo y llevado al hospital. Por tanto, toda la historia de la entrada en la ciudad húngara, la búsqueda de la familia que lo conocía, el romance con la hija más joven y su boda no fueron sino los delirios de la fiebre en el hospital. Poco después, ya recuperado, el teniente Bagge viaja a esa ciudad para conocer que la familia había sido asesinada, la joven incluida, años antes de aquel presente.
En esencia, ése es el argumento. Hasta casi el final de la novela, ésta es insatisfactoria, pues narra un momento de la Guerra del Catorce sin que parezca nada interesante: no es antibelicista, tampoco de corte nacionalista o patriotero, no tiene nada, en realidad. Pero he ahí ese extraordinario giro argumental que da sentido a todo lo anterior, que supone una grata sorpresa para este lector, que ya temía haberse equivocado con el autor. . Seguiré leyendo a Lernet-Holenia.
Decimotercer concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Martínez Burgos, Beethoven y Brahms.
La OSCyL estuvo ayer conducida por el director cántabro Jaime Martín, mientras que el interprete solista fue el pianista polaco Piotr Anderszewski.
Para abrir boca (poco, la verdad) se interpretó la obra Liminalis del compositor madrileño Manuel Martínez Burgos. Esta obra fue ideada, al parecer, para septeto (contrabajo, chelo, viola, violín, clarinete, fagot y trompa), luego adaptado por el autor (un tipo de exactamente la misma edad de quien esto escribe) para orquesta de cámara de dieciocho intérpretes, y finalmente, encargo de la OSCyL, para una orquesta sinfónica completa. No quiero ser injusto, pero es una de las obras más anodinas que he escuchado. Entiendo que componer música culta en los zafios tiempos que corren, salvo que sea para bandas sonoras de películas, debe ser toda una heroicidad, pero hay muchas calidades. La obra de Martínez Burgos deja absolutamente indiferente, no es que esté mal, pero no se encuentra ni una sola melodía que sea memorable. Precisamente, dice la musicóloga Raquel Aller que "el compositor recurre a procedimientos de difuminación del sonido que crean un atmósfera sonora llena de magia"; yo, la verdad, no sentí la magia por ningún lado. Por otro lado, el propio autor asevera: "Liminalis explora esta idea de existencia en el umbral, de ambigüedad y desorientación"; sí, así me quedé yo, desorientado. En fin, no fui yo el único que quedó un tanto decepcionado, la ovación del respetable más parecía por obligación que por gusto, aun cuando el autor estaba en la sala y subió a saludar.
Pero luego todo mejoró. Y es que con Beethoven y Brahms, un Martínez Burgos... En fin, las comparaciones son odiosas. De Beethoven se interpretó el Concierto para piano y orquesta nº1 en do mayor, opus 15, una pieza maravillosa de la cual el genial sordo no llegaba a estar plenamente orgulloso, según se dice. Pertenece este concierto al primer periodo del compositor de Bonn, aquél en el que las líneas clasicistas todavía se imponen, tanto en la forma, en este caso con los tres movimientos típicos del concierto; como en la melodía, con frases claras y equilibradas; y en la armonía, con una tonalidad plenamente concordante. Vamos, el abc de la música clásica. Y es, para el oyente con sensibilidad, una pequeña maravilla (digo pequeña para diferenciarla de las grandes maravillas sinfónicas del mismo autor, claro). El virtuosismo del pianista polaco, Piotr Anderszewski, encajó perfectamente con la obra, dándole al conjunto esa sensación tan agradable que permite al espectador "sentirse como en casa" con las amables melodías clasicistas.
Pero tras el descanso esa armonía clasicista se rompe (tan solo un poco, respetando las normas del buen gusto, claro) con la Sinfonía nº2 en re mayor, opus 73 de Johannes Brahms. Sí, quizás lo que acabo de decir es un tanto exagerado, toda vez que Brahms, por mucho que sea un compositor claramente romántico, perteneció a ese grupo más conservador, más apegado a las normas clasicistas, y, por supuesto, fue un gran admirador de Beethoven. A diferencia, ya sabemos, de otros compositores románticos que rompieron el formalismo clasicista, como Liszt o el propio Wagner. De hecho, la Sinfonía nº2 de Brahms mantiene los cuatro movimientos clásicos, con el contraste rítmico marcado entre ellos. Eso así, se aprecia esa ruptura de formas, esas melodías más expresivas, los contrastes más dinámicos que ya son propios del Romanticismo musical. Lo que ocurre es que cuando un servidor piensa (y escucha) en sinfonías, no puede olvidar las nada menos que ciento seis sinfonías de Joseph Haydn o las nueve maravillas geniales de Beethoven, mientras que éstas de Brahms quedan un tanto desdibujadas. Lamentablemente, tendemos a escuchar las obras más señeras de cada compositor, algo humanamente comprensible, y en el caso de Johannes Brahms no podemos olvidar las Danzas húngaras o el Réquiem alemán, e incluso entre sus sinfonías son mucho más recordadas las Nº1 y Nº4, que la Nº2. De nuevo, la musicóloga Raquel Aller, en el programa de mano del concierto de anoche, afirmaba que "fue escrita entre los meses de junio y octubre de 1877, durante una estancia estival en Pörtschach am Wörthersee, a los pies de un bonito lago en los Alpes austríacos. Este entorno relajado y rodeado de un bello paisaje encaja perfectamente con la descripción que tradicionalmente se ha hecho de esta sinfonía, de la que se ha resaltado su carácter pastora, comparándola incluso con la Sexta sinfonía de Beethoven". Bueno, me parece un tanto desproporcionado comparar la Sinfonía nº2 de Brahms con la Sexta de Beethoven, yo, en realidad, no he visto ese aspecto beneficioso de la naturaleza en la obra de Brahms, mientras que en la de Beethoven es evidente en todo momento. Hay que entender, eso sí, que siendo una sinfonía romántica tenga una expresividad mucho mayor que si fuera del periodo clásico, con lo que tendemos a buscar explicaciones que no siempre se ajustan a la realidad. En todo caso, la obra de Brahms y su excelente interpretación por la OSCyL, dirigida por Jaime Martín, dejó un más que exquisito sabor de boca en el Auditorio Miguel Delibes en el día de ayer.
En fin, otro concierto más de la temporada de la OSCyL, con su calidad excelsa habitual. Ya más de dos terceras partes de la misma recorrida. Nos acercamos ya a la interpretación de la Sexta sinfonía de Beethoven (que será, D.M. el próximo día 12 de abril). ¡Qué ganas!
miércoles, 26 de marzo de 2025
"Siete años en el Tíbet", de Heinrich Harrer.
Tras los Zweig (tanto Arnold como Stefan), Calvino o Modiano, leo algo más ligero, un libro de viajes, uno de los más famosos, especialmente en Austria y los países de habla germana. Su autor, Heinrich Harrer, pasó en pocos decenios de gran héroe patrio, capaz de notables hazañas deportivas, brillante documentalista de una de las regiones menos conocidas del planeta a ser un canalla, amigo personal de Heinrich Himmler y perteneciente a la organización humana más brutal de la historia reciente de Europa, las SS.
Y es que nadie es bueno ni malo, todos tenemos defectos y virtudes, y elevar a las alturas a un hijo de Adán tiene efectos secundarios seguros, cuando se demuestra que también en él se encuentra la mácula perniciosa.
Heinrich Harrer fue un famoso alpinista austriaco de la década de los años treinta del siglo pasado. A sus hazañas en Europa se iban a sumar otras en Asia, concretamente en el Himalaya, pero se cruzó la guerra y todo se demoró, como dice el título de la novela, siete años. Siete años viviendo en el Tíbet, en aquella época, país independiente, que luego sería conquistado manu militari por la China comunista. Harrer escribió este libro ya en los años cincuenta, cuando no sólo se había reducido a polvo y escombros el Tercer Reich, sino que se había sacado a la luz pública las barbaridades cometidas por Hitler y sus secuaces. En el texto, Harrer escamotea hábilmente la fuente de financiación de su expedición al Himalaya, abrigándose al socaire del romanticismo deportivo y el interés cultural y etnográfico, cuando es de todos conocido que en la paranoia racista nazi se buscaba un origen cuasi divino a la raza aria, especialmente en los lugares más alejados del globo. Vamos, que Heinrich Himmler en persona (uno de los personajes más terribles del pasado siglo, líder de las SS y artífice directo del Holocausto) encargó a unos afamados alpinistas, entre ellos, Harrer, alcanzar el Himalaya y entrar en contacto con la población tibetana, nepalí y mongol, regándoles con ingentes cantidades de dinero. Harrer se excusó diciendo que habría aceptado dinero de quien fuera para poder escalar, pero lo cierto es que Himmler no le encargó escalar, sino, como digo, estudiar esas poblaciones humanas, lo que hizo, aunque de forma más complicada y trastabillada de lo planeado.
Desde el punto de vista formal, Siete años en el Tíbet es pura literatura de viajes, es decir, es una prosa ligera, sin florituras semánticas, no hay apenas frases subordinadas, escasa adjetivación... Se lee, por tanto, rápido, dejando un regusto un tanto infantiloide.
El argumento ya es sabido: una expedición de alpinistas austriacos (Harrer en todo momento se reconoce alemán, esto también tiene un sesgo político) tiene como finalidad alcanzar el Himalaya (nunca se dice que pico quieren conquistar, probablemente porque nunca se intentaría ninguno), pero el estallido de la Segunda Guerra Mundial los detiene en India, en aquel momento bajo administración británica, por lo que son detenidos y encerrados en un campo de concentración (el autor reconoce que el trato recibido en el campo de concentración por sus captores británicos es exquisito en todos los sentidos). Aquí haré un inciso para plantear una duda: ¿fue la expedición detenida simplemente por ser ciudadanos alemanes o porque eran miembros de las SS y tener incluso documentos y cartas de de recomendación del propio Himmler? El texto no aclara nada de esto. Bueno, en todo caso y a pesar del buen trato que reciben los prisioneros, éstos deciden escapar, y tras tres o cuatro intentos lo consiguen. Pero están en el norte de la India, y para llegar a Tíbet, país neutral e independiente en la época, han de recorrer más de dos mil quinientos kilómetros a pie por zona de alta montaña, por senderos agrestes, sin apoyo alguno, escondiéndose de sus perseguidores y consiguiendo alimentos de forma precaria. Una verdadera odisea, vamos. Meses después, extenuados, habiendo enfermado de gravedad varias veces, emaciados hasta la caquexia llegan a Lhasa, la capital de Tíbet. Allí, sin embargo, son bienvenidos, tratados incluso con deferencia, tanto que Heinrich Harrer acaba siendo preceptor del joven Dalai Lama. Las vivencias del austriaco con los tibetanos, el descubrimiento de su cultura, tradiciones y costumbres supone el corpus principal del libro. Al final del mismo, tratado de forma somera, se narra la invasión militar China y la destrucción de la cultura tibetana.
En fin, la novela, ya digo, no está mal, es el típico libro de viajes, ligerito y entretenido, al que no se puede pedir gran cosa. No voy a ocultar que las peripecias del tal Harrer se pusieron de moda a finales de los noventa con la película homónima dirigida por Jean-Jacques Annaud y protagonizada por un famoso actor estadounidense al que no nombraré en este blog. La película tiene, en el argumento general, muchas semejanzas con el libro, pero también diferencias, como es el hecho de narrar la invasión china con un detalle extremo, destacando la brutalidad de los militares chinos, aspecto que en ningún momento se refiere en la novela.
domingo, 23 de marzo de 2025
Decimosegundo concierto de abono de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Smetana, Kilar y Dvorák.
El concierto de ayer fue dirigido por la batuta del polaco Krzysztof Urbánski, joven pero talentoso director de abultado currículum. El programa no podía ser más conocido y aclamado, con El Moldava de Smetana y la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák, aunque, eso sí, incluía la sorpresa no especialmente agradable de la obra de Kilar, Krzesany, en la que se incluía a numerosos niños vestidos con coloridas camisetas y que, al final de la obra, agitaron con donosura y excitación unos cascabeles. En fin, son los tiempos que corren...
Cuando un servidor no peinaba canas sino que era un tímido adolescente apabullado por su familia y el conjunto de la sociedad que lo rodeaba empecé a encontrar en la música una suerte de bálsamo calmante que me permitía lamerme las heridas y continuar adelante, eso sí, con una muesca más en mi mortificada alma. Y de toda la música que escuchaba, mucha de ella, música pop, me deleitaba también con los poemas sinfónicos. Para un chico de no más de doce o trece años, los poemas sinfónicos eran un pedazo de música perfectamente comprensible, que le abrían los ojos a los misterios de la música culta que, de otra forma, permanecían inalcanzados. Creo que ya conté que uno de los poemas sinfónicos que más me gustaron fue el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, y que me llevó a comprar un CD, uno de los primeros discos de música culta que compré en mi vida; pues bien, el segundo poema sinfónico que disfruté en aquella primavera de mi vida fue El Moldava de Bedrich Smetana. Como decía, los poemas sinfónicos son especialmente comprensibles para alguien sin formación musical, en el caso de El Moldava es evidente que narra la corriente del río homónimo, desde que es un pequeño arroyo hasta que, grandioso ya, desagua al río Elba, pasando junto a una cacería en el bosque, una boda campesina o unos rápidos. La música de Smetana (como todos los buenos poemas sinfónicos) es especialmente obvia y apropiada para describir con sencillez pero también con efectividad todos estos momentos. Así pues, debo mucho a Smetana y a Debussy, pues ambos me hicieron melómano de por vida. Bien, en el concierto de ayer de la OSCyL pude rememorar aquella lejana etapa de mi vida, y de los centenares de veces que escuché el bellísimo poema sinfónico nº2 del ciclo Má Vlast, es decir, El Moldava.
Luego tocó el contrapunto (al menos en el ámbito de la fama, y también, ahora que no me escucha nadie, de la calidad) con la obra del polaco contemporáneo Wojciech Kilar, con una obra casi desconocida, Krzesany, que está a medio camino entre la atonalidad y la música tonal. Es una obra que sorprende por su agresividad, por su disonancia, haciéndose difícil de escuchar, sobre todo después de haber escuchado las dulces melodías de El Moldava. Parece ser que el compositor polaco ideó esta obra asistiendo a una corrida de toros en España, quizá de ahí proviene la violencia musical. Además, detrás de la orquesta se situaron un sinnúmero de pequeñas criaturas humanas, con camisetas rojas, verdes, azules, amarillas, naranjas... que pertenecían a un proyecto socioeducativo de la OSCyL y del Centro Cultural Miguel Delibes. Todo muy loable y digno de admiración, pero, perdón por mi egocentrismo, no creo que apeteciera a nadie ni la obra del compositor polaco ni los coloridos niños con sus divertidos cascabeles. En fin, pido perdón por mis rarezas...
Después del descanso, otra de las obras claves que todo el mundo aprecia, valora y disfruta: la Sinfonía nº9 en mí menor, op. 95, "Del Nuevo Mundo" de Antonín Dvorák. La Sinfonía del Nuevo Mundo es una de esas obras geniales que lo tienen todo: movimientos vivaces en los que muchos espectadores menean el puño cual directores particulares, movimientos de adagios melosos que enamoran al más bruto, melodías memorables que todos reconocen... Es una obra estrella de la música clásica que habría que incluir en un hipotético catálogo de las obras más escuchadas y admiradas de la música culta. Cuentan los musicólogos que la vida de Dvorák no fue todo lo exitosa que uno esperaría de alguien con su enorme talento, y más por cuestiones de índole político y social que otra cosa. Dvorák pertenecía a una familia "checoparlante" en ese país tan heterogéneo, mezcla de decenas de lenguas, nacionalidades y religiones que fue el Imperio Austrohúngaro. Su música tenía un evidente componente nacionalista (en el mejor sentido, el cultural) bohemio o checo, que no encajaba bien con la nacionalidad austriaca de habla alemana que dominaba la parte norte del Imperio. Y cuentan también los musicólogos que Dvorák viajó a Estados Unidos y se encontró con un país entonces nuevo que no le importaban las estupideces nacionalistas de la vieja Europa, y que admiraban la calidad musical (hablo de las clases educadas, claro) sin pensar si el compositor era checo, austriaco, bohemio o cheroqui. Es decir, que el bueno de Dvorák fue tratado como deben ser los compositores, en función de la calidad de su música y no que hable una u otra lengua. Además, parece ser que Dvorák, amante de la naturaleza disfrutó enormemente con la contemplación de los bellos paisajes de los parques naturales de Yellowstone y Yosemite. Bueno, lo cierto es que, sea como sea, la Sinfonía del Nuevo Mundo es una obra optimista, alegre, desenfadada y a la vez enérgica y rotunda, la obra de un hombre que está en sintonía con su vida y el mundo que lo rodea, algo que, por lo visto, no conseguía sentir en su país.
La Sinfonía nº 9 está dividida en cuatro movimientos, los dos primeros de gran dinamismo y vitalidad, Allegro molto y Allegro con fuoco que por si solos levantan al público de sus butacas; combinados con los dos intermedios, Largo y el Scherzo que contienen esas melodías melosas y amables que lo reconcilian a uno con la vida y con la música. Ya digo, es una obra de la que todo el mundo, aunque no disfrute de la música culta, ha escuchado alguna vez, pues se ha utilizado en multitud de películas, programas de televisión, anuncios o incluso videojuegos. Es una obra genial, ya digo, que entusiasma al más frío. La OSCyL, perfectamente dirigida por Urbánski estuvo a la altura de tan insigne obra, ejecutando una interpretación francamente memorable que llevó al respetable a una ovación en pie que duró varios minutos.
jueves, 20 de marzo de 2025
Equinoccio de primavera.
Botticelli, Sandro. (1477-1478). Alegoría de la primavera. (Temple sobre tabla). Galería Uffizi, Florencia.
sábado, 15 de marzo de 2025
"Viaje al pasado", de Stefan Zweig.
Y siempre Stefan Zweig, uno de los escritores más talentosos del pasado siglo. Lamentablemente, se me va acabando la obra de Stefan Zweig, y toda vez que un servidor no es prono a releer, siento que voy perdiendo poco a poco la capacidad de disfrutar a uno de los grandes autores en lengua germana. En fin, el otro día, hablando con un amigo, gran admirador también de Zweig, comentábamos el desafortunado evento de su suicidio. Lo hablábamos desde un punto de vista totalmente egocéntrico. Sabemos de la terrible sensación que tenía Stefan Zweig de pérdida del mundo que había conocido y amado, de la Europa abierta (con todos los problemas socioeconómicos y políticos, por supuesto) del periodo de entreguerras, pero hipotetizábamos con la posibilidad de que el bueno de Stefan hubiera aguantado la zozobra anímica aquel año 1942 en que decidió quitarse la vida junto con su compañera. ¡Qué espléndidos textos hubiera sido capaz de crear el vienés cuando, tras la derrota de la barbarie nazi, hubiera redefinido de nuevo Europa! Tal vez, de haber sobrevivido a la guerra (que en su caso estaba en su cabeza, recordemos que se había exiliado a Brasil al comienzo de la contienda) hubiera sido una de las voces más preclaras para analizar la derrota del totalitarismo (al menos el totalitarismo nacionalsocialista y el fascista, desgraciadamente no el comunista, que se prolongaría varios decenios más), y así haber ayudado a crear una Europa occidental más plural, más culta, más refinada... Lo hablábamos desde un punto egoísta porque hubiéramos disfrutado de su exquisita prosa unos cuantas décadas más, pues Zweig se suicidó con sesenta años, la madurez del escritor, quizá con muchos años de creación literaria por delante. En fin, una pena. Sin duda, Zweig sintió que esa Europa tolerante, plural, culta, refinada que él vivió en su ciudad tras la Gran Guerra (y que, no nos engañemos, no alcanzó a toda la sociedad, sino sólo a una élite cultural y económica) estaba siendo aniquilada a bombazo limpio, pues a fecha del 22 de febrero de 1942 las tropas nazis ocupaban ya la mayor parte del continente europeo y no parecían tener obstáculo hasta que llegara el famoso Desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944, que supuso el punto de inflexión de la guerra, al menos en el frente occidental. Si el vienés hubiese conseguido sobrellevar el desánimo hasta esa fecha del año 44, tal vez hubiéramos tenido a este gran intelectual europeo ayudando a reconstruir nuestro maltrecho continente.
En fin, volviendo ya a lo meramente literario, Viaje al pasado es más un relato que una novela breve. Contiene todos los temas propios de Zweig: la Europa destruida de la guerra, que destruye también las vidas de sus ciudadanos; la inevitabilidad del peso del pasado en nuestras vidas, por más que intentemos vivir en un presente continuado; los amores sutiles e imposibles, contra los que se conjuran las fuerzas sociales e individuales que tratan de destruirlos; las diferencias sociales que, aunque ya empiezan a estar de capa caída, siguen marcando la vida de los afectados; el amor que se impone como fuerza imbatible frente a la barbarie del mundo exterior... Pero como siempre, los argumentos y los temas son secundarios en Zweig, lo verdaderamente sublime es su capacidad de descripción de personajes, ambientes, pero sobre todo de sentimientos, ¡un verdadero maestro!
El argumento de Viaje al pasado, grosso modo, es el siguiente: un joven (en ningún momento, por cierto, se nombra a los protagonistas) de extracción social humilde pero de notable temperamento y capacidad de estudio, termina con grandes esfuerzos laborales sus estudios de Química en la Universidad de Viena. Consigue empleo en una empresa de importación de materias primas de América, demostrándose su gran valía en el desempeño de su labor profesional. Tanto es así, que uno de los consejeros de la empresa se fija en él para que sea su secretario personal. Tras unas reticencias iniciales, el joven accede a ese puesto y a vivir incluso en la pequeña mansión del consejero. Allí conocerá a su joven esposa de la que se enamorará perdidamente. Tras los tira y afloja habituales (que Zweig, claro, narra admirablemente) se establece la pareja extraconyugal. La mejora profesional del joven es tal que la empresa se fija en él para enviarlo a México para supervisar la extracción de cierta materia prima de gran importancia, todo un ascenso profesional. A pesar de la satisfacción por su mejora laboral, dicha función supondrá, claro, la separación de su amada, pero aún así accederá. Estando en América estallará la Guerra del 14, impidiendo la comunicación con Europa, y separándolo aún más de ella. Tanto será así, que intentará olvidarla y contraerá matrimonio con una joven de la alta sociedad mexicana, llegando a tener dos hijos con ella. Pero el amor antiguo subsiste, volviendo a Europa al terminar la guerra. Se encontrará de nuevo con su amante, pero, en una especie de escapada en tren a una ciudad turística alemana, ambos sentirán que tan sólo están tratando de revivir el pasado, algo que no es posible.
En fin, pero como decía antes, el argumento e incluso los temas son lo de menos, lo más importante es esa soberbia capacidad de Stefan Zweig de describir los sentimientos que por momentos atribulan o alegran o angustian a los personajes. El título queda perfectamente justificado en el texto, ya que finalmente ambos protagonistas sienten que están tratando de revivir el pasado, algo que no es más que una ficción, una falacia.
Undécimo concierto de la temporada 24-25 de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León. Obras de Saint-Saëns y Ravel.
Ayer tocó compositores franceses, y especialmente relacionados, tanto en el plano profesional como en el personal. La OSCyL estuvo dirigida por Vasily Petrenko, quien lleva más de noventa conciertos al frente de la misma; la parte solista estuvo a cargo de la jovencísima pero talentosísima violinista María Dueñas, quien a sus veintidós años ha pasado ya de ser considerada niña prodigio a verdadera maestra y virtuosa.
De Camille Saint-Saëns se programó el Concierto para violín nº3 en sí menor, op. 61 que el autor parisino compusiera para el violinista navarro Pablo Sarasate. La obra exige un virtuosismo inusual para el solista, con pasajes de enorme dificultad en sus tres movimientos. El intermedio, Andantino quasi allegretto, es el más reconocible de todos, con melodías melosas y acarameladas que hacen la delicia del público. La asombrosa pericia violinística de la granadina María Dueñas levantó al público del Miguel Delibes, "obligándola" a deleitarnos con dos bises. Es algo verdaderamente motivador ver a jóvenes y talentosos intérpretes como María ejercer su arte con tanto reconocimiento internacional, aunque la mayoría de la población nacional se idiotice con los medios de comunicación y las redes sociales.
Tras el descanso, la obra de Maurice Ravel, Daphnis y Chloé. Aquí diré que, en mi humilde opinión, la OSCyL se equivoca al programar una obra que es música escénica para ser representada tan solo por la orquesta sinfónica. Por supuesto, el desempeño de la orquesta es excelente, pero pienso que Daphnis y Chloé fue pensada para acompañar al ballet correspondiente, no en vano el propio Ravel la subtituló como "Symphonie choréographique". Por mucho que la musicóloga Cristina Roldán afirme que "Ravel no quería que su música sirviese a la danza, sino que, por el contrario, fuese la coreografía la que se sometiese a su música", ayer se echó de menos a la otra parte de ese binomio que es toda obra escénica, en este caso, el ballet. Tampoco hubo coro mudo (coro de murmullos y vocalizaciones, sin texto), que el propio Ravel incluyó en su obra. Como consecuencia de estas ausencias, Daphnis y Chloé se hizo un tanto larga, con su casi una hora de interpretación, con momentos de gran brillantez, pero otros demasiado sutiles y anodinos porque están pensados para que acompañar a los bailarines. Así, se notó que el público por momentos se aburría con una obra representada a medias, por mucho que la orquesta diese el cien por cien de su talento. Como ya se sabe, Daphnis y Chloé se basa en el romance pastoril del autor griego Longo, del II siglo de nuestra era, en la que dos jóvenes que creen ser hermanos se enamoran uno del otro. Este amor imposible se complica con la intervención de terceras personas, como la prostituta que trata de seducir a Chloé, o unos piratas que secuestran a Daphnis. Todo se soluciona al final cuando se descubre que ambos jóvenes son adoptados por sus padres, no siendo hermanos y, por tanto, siendo posible su amor.
En fin, con todo, un excelente concierto, una vez más. Los espectadores valoramos mucho más esta vez, al contrario de lo habitual, la primera parte, con la obra de Saint-Saëns y el virtuosismo de María Dueñas, quedando todo un poco más desleído con la obra de Ravel, que, a todas luces, pedía a gritos la participación de un ballet.
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